Juan García Única

Una fotografía

In Fotografía on 18 May, 2011 at 13:01

Hace unos días, por mi cumpleaños, recibí como regalo una cámara digital. Se trata de una mixta, la primera de ese tipo que atesoro, que me ha caído bien desde el principio. Y esto último no era nada fácil. Hasta ahora se me había dado mejor no comprender en absoluto (o peor aún, ignorar por completo) qué cosa es la fotografía. De hecho, entre mis amigos y mi familia era más que conocido mi desinterés por las cámaras fotográficas. No sólo porque delante del objetivo soy una nulidad, sino también porque detrás de él nunca me he dejado amedrentar demasiado por ese pánico a olvidar cada momento supuestamente importante de la vida, que para mí no necesariamente tiene que coincidir con cada momento ceremonioso al que nos sometemos. No es que la desmemoria -otra cosa es el olvido- no me aterre, pero siempre he sostenido, y también ahora, que la memoria no depende ni mucho menos de un álbum fotográfico. Éste, por lo general, sospecho que contribuye más a la nostalgia que al recuerdo. Y lo que diferencia a ambas cosas probablemente sea que la nostalgia es un recuerdo de lo que una vez deseamos ser más que un recuerdo de lo que una vez fuimos. Por eso a mí más bien me parece que esa compulsión fotogénica que caracteriza los hábitos de la vida familiar distrae, y de qué manera, de la observación bien dirigida. A veces quisiéramos incluso olvidar mucho de lo que recordamos, lo cual me lleva a sospechar que los recuerdos existen al margen de nuestra voluntad, y que por lo tanto sólo el azar los desencadena. Y el azar es en el fondo una mecánica que aspiramos en vano a controlar.

El caso es que un servidor, tras pasarse la vida despotricando contra la monomanía fotográfica, y sobre todo defendiéndose de ella, de pronto se ve con una cámara en las manos. Y más aún. Este maravilloso regalo se completa con algunos libros. En uno de ellos, Sobre la fotografía, leo que allá por 1973 escribía Susan Sontag una observación que, pareciendo tópica, no lo es en absoluto, pues sólo a una cabeza tan privilegiada como la suya no le pasa desapercibida esta relación entre la fotografía turística y la ética de trabajo:

La propia actividad fotográfica es tranquilizadora, y mitiga esa desorientación general que se suele agudizar con los viajes. La mayoría de los turistas se sienten obligados a poner la cámara entre ellos y cada cosa destacable que les sale al paso. Al no saber cómo reaccionar, hacen una foto. Así, la experiencia cobra forma: alto, una fotografía, adelante. El método seduce sobre todo a gente subyugada a una ética de trabajo implacable: alemanes, japoneses y estadounidenses. El empleo de una cámara atenúa su ansiedad provocada por la inactividad laboral cuando están en vacaciones y presuntamente divirtiéndose. Cuentan con una tarea que parece una simpática imitación del trabajo: pueden hacer fotos.

El turista que está detrás del objetivo de la foto que ilustra esta entrada soy yo mismo, y la ciudad que tan parcialmente ha quedado congelada no es otra que la mía. De no ser porque vive sometido a una implacable falta de trabajo, más que una ética de trabajo implacable, probablemente no habría pasado por ahí a esa hora ni por lo tanto efectuado el disparo (la cámara como sublimación del arma que dispara sobre la naturaleza, no con afán de defenderse ante el miedo ancestral que suscitaba esta última, sino con melancolía por registrar un mundo que se percibe en perpetua extinción: otra observación deslumbrante de Sontag). Sólo una mañana de febril preocupación burocrática me llevó a estar de paso por ese lugar y a esa hora. Por ello, quizá no merecía -en los dos sentidos latos de este verbo- ese momento. Pero ahí estaba.

Y leyendo lo que Sontag dice de la fotografía, me llama la atención comprobar cómo ésta ha sido, por lo visto, justo lo contrario de lo que hasta ahora ha significado para mí: una mitigación de la ansiedad. Por mi parte, pocas cosas más agotadoras y estresantes conozco que esa obligación indiscriminada de sacar fotos en los viajes. De ahí que nunca me haya preocupado por tener una cámara. Es más, cuando volé a Nueva York en 2007 me obligaron a llevarme una, poniéndomela en las manos con la siguiente advertencia no tan amistosa: «para que no hagas lo de siempre». Lo de siempre, debo decirlo en mi descargo, era evitar precisamente la ansiedad. Porque ansiedad es lo que reiteradamente me ha producido esa tendencia automática a registrarlo todo para, a la vuelta, aburrir a amigos y familiares con un ingente material inconexo fuera de una experiencia individual, cosa que paradójicamente luego se reprocha que no se haga. Un proceder incomprensible para mí.

 Pues bien, con todo y con eso, resulta que la otra mañana vuelvo a casa con esta imagen:

No la muestro porque me sienta muy pagado de mis habilidades como fotógrafo, ni mucho menos porque me parezca buena. Al contrario: es una de las primeras fotografías de alguien que está aprendiendo -y no sin una manifiesta torpeza- los fundamentos de la disciplina; además se trata de una foto fallida que se salvó justo en el momento en el que iba a pulsar sobre el menú «Eliminar» del programa informático. Lejos de valerme de la falsa modestia, explicaré con detalle el fracaso del que ha surgido. Para entenderlo, hay que fijarse en las dos mujeres que se alejan dándonos la espalda justo a la derecha. Segundos antes parecían haberse encontrado fortuitamente y charlaban de perfil en un plano algo más adelantado. En toda la extensión de la escena no se encontraba nadie más. Y como yo simplemente estaba practicando la composición, y en concreto la composición apaisada, me pareció que sería hermoso lograr captar esa rara pero frecuente intimidad de la conversación en mitad de la calle, enfatizando dicha acción, cotidiana y siempre cómplice, mediante la contraposición de la extensión muda de una vieja pared a la izquierda y de la pequeñez de la reja al fondo.

Ésa era, digo, mi intención. Luego mi falta de habilidad se tradujo en lentitud, de manera que en el momento del disparo ya habían surgido como de la nada todas las demás personas que vemos en la escena. Y sin embargo creo que la casualidad ha intervenido para mejorar con creces mi idea original: obsérvese ese primer plano con la difusa figura de la chica motorista que, sin saberlo, tuvo la generosidad de aparecer justo en el centro de la escena. Me gusta esa impresión de velocidad y equilibrio que imprime. Y ni en sueños hubiera logrado, de proponérmelo, captar al chico ciclista que, en un segundo plano lo bastante cercano al primero, me ha dado una composición triangular casi perfecta. A través de estas dos siluetas, ambas difusas pero en grado lo suficientemente distinto y lo suficientemente sutil como para contrastar entre ellas y juntas con el resto, puede apreciarse la confluencia de dos velocidades en un sólo plano. En ambas intuimos también, sin llegar a verlas por completo, la superposición de una máquina relativamente compleja, la motocicleta, con su pariente lejana y más sencilla, la bicicleta.

En el fondo de la escena, por si esto fuera poco, las dos mujeres que estaban destinadas a ser en principio sus protagonistas se alejan sin haber abandonado del todo esa especie de confraternidad que supone caminar en compañía por la calle. Otra mujer, que en principio no estaba invitada, aparece hablando por teléfono en dirección contraria a la de ellas, acentuando el efecto de la compañía frente al resto del mundo que camina en soledad. Así tenemos tres personas en el lado derecho y otras tres en el centro. Y con centro me refiero a ese hueco que ha quedado en medio del triángulo que conforman la motorista y el ciclista: en él se cuentan tres figuras, pero sólo parcialmente vemos el rostro de una de ellas que -echémosle mucha imaginación porque en realidad no es así- parece ser la única que ha reparado en la presencia del objetivo. Desde la distancia nos mira. El fotógrafo es el cazador cazado.

Algo, muy breve, he de decir del sitio en el que está tomada la fotografía. Las dos figuras que copan el primer plano se desplazan por el pavimento de la Gran Vía de Colón, ese símbolo de la pujanza de la burguesía granadina de principios del siglo XX que corta la vieja Medina como si la espada de un gigante le hubiera dejado una muesca. El fondo tiene lugar en una de esas calles empedradas que tanto abundan por los aledaños de la catedral, edificio al que pertenece la puerta enrejada. En la pared de la izquierda, por cierto, leemos una de esas pintadas que tanto proliferan en las ciudades y que sólo han podido surgir de una mentalidad cada vez más fragmentaria y permeable a la exposición mediática: Skinheads Albaicin rules ok! Me temo que esta ciudad es muy suya hasta cuando se vale del inglés.

Así pues, tres velocidades: la de quien monta en moto, la de quien pedalea y la de quien camina. Tres tiempos y seis siglos: el cambio del siglo XIX al XX en la Gran Vía, con su discreta exuberancia burguesa; el cambio del siglo XV al XVI, en la catedral, muy próxima a la Capilla Real, en la que todavía hoy se encuentran los restos de los Reyes Católicos junto a los de su hija Juana la Loca y los de Felipe el Hermoso; y el cambio del siglo XX al XXI, en el que proliferan las pintadas murales del tipo de la que vemos, mezcla del viejo fanatismo del siglo XX y del Baltimore de una ficción como The Wire. Todo eso coincidió ahí una mañana, durante una milésima de segundo de 2011, para no volver a reunirse jamás. Todo eso, también, sigue sucediendo indefinidamente a diario.

Pero yo no logré captar nada de ello, sino que me fue dado. Buscando otra composición, me encontré con ésta. No me extraña ahora que la fotografía me haya sido regalada. Con ella, me han regalado también una eficaz forma de aceptar el azar. ¡Tonto de mí, que nunca sospeché que iba a convertirse en pasión tan rápidamente! He tardado muchos años en tener una cámara. Y ahora me pregunto qué andaría buscando durante todo ese tiempo.